Carlos Martínez Assad
“…si estamos en el mundo es porque no fuimos dignos de permanecer en un lugar mejor.”
Peter Sloterdijk
La historia del mundo no podrá darle vuelta a la página sin recordar lo que fue Palmira en el apogeo del Imperio Romano, cuyos vestigios fueron destruidos apenas hace unos años. Tampoco puede olvidar lo que fue la hermosa mezquita de Damasco que, debido a su pasado cristiano y según la tradición, albergó la sepultura de Juan Bautista; ni todo lo que fue destruido en la más antigua ciudad ya mencionada en el Génesis.
Todas esas acciones destructivas, aprovechándose del caos de la guerra en Siria, fueron provocadas por los terroristas de Daesh o Estado Islámico o ISIS, que el 20 de enero lanzó un coche bomba contra la prisión de Ghwayran en la ciudad de Hasakah, en el norte de Siria, en la frontera con Irak y cerca de Turquía. Una célula de esa organización, que se dio por acabada en el contexto de una guerra violenta que terminaba, está presente todavía pese a todo lo que se ha dicho. Por lo que la pregunta es: cómo es que ha logrado sobrevivir un grupo de terroristas que puso en jaque Medio Oriente con sus cruentas acciones de asesinatos, torturas, secuestro y destrucción del patrimonio cultural del mundo, cuando ha sido combatido por Estados Unidos, Rusia, Turquía, Irán, países aliados y muchas milicias locales.
Un amplio territorio entre Siria e Irak ha sido tomado por el Estado Islámico, convirtiéndolo en escenario de constantes ataques de sus correligionarios y diferentes grupos contra las Fuerzas Democráticas Sirias, formadas por kurdos. Al mismo tiempo, Estados Unidos ha apoyado con ataques aéreos, lo mismo han hecho Rusia y hasta fuerzas turcas y otras apoyadas por Irán, como se ve, sin demasiado éxito.
Sí, una pléyade de fuerzas internacionales ha cruzado el cielo sirio en los últimos 10 años y por tierra diversos ejércitos han intervenido contra un ejército al que se permitió un crecimiento que luego fue imposible parar, apoyado por oligarquías árabes e islamistas radicales. Quedarán allí todas las preguntas sin respuesta porque el terrorismo continúa. Se puede constatar su fuerza con lo sucedido en la cárcel de Ghwayran: la batalla duró seis días. El Estado Islámico proclamó su califato en 2014 y fue destruido el 23 de junio de 2017, cuando por su propia acción destruyó el minarete de la mezquita Al Nuri, de Mosul, considerado su emblema. En sólo tres años logró impactar Medio Oriente y en particular a Siria, arrasada por una guerra brutal, buscando que no quedara piedra sobre piedra.
Desaparecido su líder -cuyo nombre es mejor olvidar-, sus seguidores mantienen su presencia y se puede imaginar su magnitud si la cárcel motivo de su ataque contaba con 3 mil 500 presos de la organización. Y, aún más, porque se considera que las prisiones de esa región, controladas por los kurdos, albergan a 12 mil personas que se sospecha pertenecen a esa organización. Hay otros en campos dispersos, algunos solamente con las mujeres ligadas a los terroristas y muchos menores nacidos de las relaciones que mantuvieron. Entre 200 y 220 niños se encuentran confinados en campos con supuestos fines de rehabilitación. Resulta difícil saber cuáles son las diferencias entre éstos y los más de 700 menores detenidos en la prisión que fue atacada, donde varios cuentan entre 10 y 18 años.
Si de por sí el asunto es un tema internacional, lo es más al saber que ese conjunto suma al menos 50 nacionalidades, porque hay que recordar que ISIS tuvo la habilidad para, con su discurso, atraer a hombres y mujeres de diferentes países de Europa y otros continentes, seducidos por sus argumentos religiosos pese a que, como afirmó el papa Francisco desde la musulmana Universidad Al-Azhar, de El Cairo: “Ninguna violencia puede ser perpetrada en nombre de Dios porque profanaría su nombre”.
El ataque fue iniciado por uno o más suicidas, no se sabe, porque luego de estallar un coche bomba no quedan ni las cenizas. Eso sí, se alcanzó su cometido de abrir un gran boquete para que escaparan los presos. El ataque, apoyado por las armas de unos 100extremistas que rodearon la prisión, fue combatido por las Fuerzas Democráticas. La batalla duró seis días y terminó con la muerte de más de 180 personas: 124 terroristas y 50 defensores, entre ellas, más una decena de civiles, porque la prisión se ubica cerca de la ciudad de Hasakah.
No se ha informado cuántos de los fallecidos o heridos eran niños. Tampoco se conoce el número de presos que se fugaron para seguir apoyando desde la clandestinidad a esa organización terrorista. Las autoridades lo niegan, aunque las contradice el Observatorio Sirio de Derechos Humanos, que dice haber monitoreado la fuga. Lo más probable es que haya sido así, porque tomó casi una semana retomar el control de la prisión, cuando mil presos de ISIS se rindieron. La lucha, apoyada por francotiradores que respaldaban la insurrección, provocó la huida de los vecinos. Mujeres y niños corrieron a refugiarse en una mezquita distante donde apenas podían soportar el intenso frío invernal, y continúan quejándose de no tener comida ni agua.
La ciudad de Hasakah ha sido escenario de constantes enfrentamientos entre el grupo terrorista y las milicias kurdas apoyadas por fuerzas de Estados Unidos, que en esta ocasión utilizaron bombardeos aéreos. El desplazamiento de civiles se intensificó y las familias fueron ayudadas por el ejército sirio y la Cruz Roja. Damasco acusó tanto a los terroristas como a las fuerzas estadunidenses de cometer agresiones contra los habitantes y daños a la infraestructura local.
Por su parte, el Ministerio de Asuntos Extranjeros de Siria hizo un llamado al Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y al Programa Alimentario Mundial del UNICEF para dotar de medios y ayuda humanitaria a los desplazados. También exigió la retirada de las fuerzas estadunidenses que permanecen en Siria. Pero aún hay más, porque tanto Estados Unidos como Rusia se acusan mutuamente de realizar bombardeos sin respetar la vida de los civiles.
Una acción como la que acaba de ocurrir alerta sobre la presencia del Estado Islámico en esa parte del mundo, por más que en diferentes ocasiones se ha reportado como liquidado. De allí el equívoco de los medios que ahora están afirmando sobre el regreso de Daesh, cuando en realidad no se ha ido; se contrae, se oculta en los agrupamientos urbanos y, como hidra, cuando le cortan una cabeza, aparece otra y así de forma interminable.
¿Por qué, pese a la presencia de tantos países que han ido a combatirlo, no han podido realizar su cometido? Algo debe ser imposible de explicar cuando algo semejante ocurrió en Afganistán y allí la ocupación de Estados Unidos durante 20 años no pudo terminar con la intolerancia talibán. Algo semejante parece suceder en lo que concierne a los efectos de la acción del Estado Islámico, porque las fuerzas internacionales no han logrado erradicarlo. Pese a que muchos de los encarcelados seducidos por el islamismo radical llegaron de Europa, sus países han optado por permanecer al margen, sin intervenir en la rehabilitación de los combatientes detenidos, de las mujeres y de los hijos, quienes cargan la peor parte porque, aunque nacieron en otra parte, comparten nacionalidades europeas.
*Publicado en Revista Proceso, núm. 2362, el 6 de febrero de 2021