Hasta el fin del mundo

Qaagk0Bf_400x400Maruan Soto Antaki*

Twitter: @_Maruan

Texto publicado originalmente en revista Nexos

En algún momento habrá que preguntarse dónde estuvieron los ojos del planeta mientras en Myanmar se confirmaba lo inmenso que pueden ser las decepciones. Al hacerlo, deberemos preguntarnos, también, qué hizo creer que se le prestó suficiente atención a la violencia en un territorio que se encuentra al fin de todo. Hasta el fin del mundo, canta su himno, vivirá Myanmar. Pero sólo vivirá parte. Los que no, murieron o huyeron de la limpieza étnica.

¿Existe concepto más perverso que ése? Como si alguna característica de los humanos tuviera la posibilidad de ensuciar.

Noticias sobre Myanmar han aparecido en las últimas semanas en todos los medios, nacionales e internacionales. Más de cuatrocientos mil musulmanes Rohingyas, uno de los ciento treinta y cinco grupos étnicos que viven en el país, han tenido que huir a Bangladesh para salvar la vida.

En el estado Rokhine, al oeste de Myanmar, los militares quemaron sus casas y los acusaron a ellos de quemarlas. Mujeres y niños fueron asesinados por los militares. Trescientos setenta terroristas, según datos oficiales.

En este caso no es la indiferencia de costumbre lo que llama a pensar. Sino la dirección equivocada en la mirada hacia un país asiático con más de cincuenta millones de habitantes, hacia una Nobel de la Paz que pasó del encarcelamiento al poder, hacia una nación que —por instantes— se entendió como el ejemplo de posibilidades de transición de un gobierno dictatorial y militar a uno civil. Tal vez, una vez más, hacia la manipulación de conceptos como la soberanía y la democracia.

Las perversiones de Myanmar piden urgencia y representan la necesidad del mundo entero, Occidente incluido, de revisar sus modelos y condescendencias.

Pero la perversidad en Myanmar no se queda en el recuento de los hechos sobre los eventos que suceden ahí mientras escribo estas líneas: un gobierno que niega estar llevando a cabo una operación de limpieza étnica sobre la población Rohingya, en muchas voces la minoría más perseguida del mundo. Una comunidad de más de un millón de personas obligada a escapar de la aniquilación y el desalojo. Y organizaciones internacionales, condenando y pidiendo que se detenga dicha operación criminal.

Las tragedias son más grandes cuando surgen de la perversidad.

Al preguntarnos que quedó de los Rohingya de Myanmar habrá que hacer historia. Recordar cuando a ese país sólo se le llamaba Burma, Birmania. Y volver al presente una y otra vez para tratar de entender las tendencias que tienen esos lugares que se comportan como una receta para el desastre.

Tras la Segunda Guerra Mundial y su independencia del Reino Unido en 1948, Birmania se estableció como un Estado Democrático Socialista. Aung Sang, fundador del Partido Comunista de Burma, es conocido como el padre de la patria. Su hija, la Premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, actual Consejera de Estado de Myanmar, es el poder de facto en el país.

En 1962, Ne Win, jefe de las fuerzas armadas, perpetró un Golpe de Estado. A partir de ese momento gobernó una junta militar a la que se le adjudicó una mala situación económica y en la que los ánimos se calentaron por el protagonismo del líder golpista. Ante la petición popular de deponer a Ne Win, tras bambalinas, éste operó un segundo Golpe de Estado en 1988. La nueva junta militar creó el Consejo de Restauración del Orden y el Desarrollo. Birmania cambió de nombre. Desde entonces se llama Myanmar.

Aung San Suu Kyi, opositora a la junta militar, fue arrestada y se convirtió en símbolo de la resistencia. A lo largo de veintiún años estuvo presa en diversas ocasiones, quince de ellos bajo prisión domiciliaria.

En 1991 la Academia sueca le otorgó el Nobel “por su lucha no violenta a favor de la democracia y los derechos humanos”.

Desde 1989 hasta años recientes, con la intención de liberar presión local e internacional, la junta militar del segundo Golpe estableció un cese al fuego con los diferentes grupos étnicos. La reacción de la junta militar a la catástrofe provocada por un huracán en 2008 fue el catalizador de lo insostenible de su permanencia en el gobierno. Con doscientos mil muertos y un millón de damnificados, la ayuda internacional se entregó con preferencia a las poblaciones budistas, mayoría en el país. En 2010 se convocaron elecciones que permitieran la transición a un gobierno civil y los conflictos étnicos se transformaron en herramienta política.

Desde 2012 la violencia étnica es una constante en Myanmar.

Ya libre, en 2015, el partido de Suu Kyi ganó una segunda elección. El presidente es asignado por el congreso, no por voto popular.

Las perversiones de Myanmar.

Suu Kyi, budista, viuda de un inglés y con dos hijos ingleses, es impedida por su matrimonio con un extranjero a ocupar la silla presidencial. Entonces se le creó el puesto que ocupa actualmente.

En el último censo que se realizó en Myanmar, se decidió no contar al millón de Rohingyas dentro de sus fronteras. Históricamente, para su gobierno no son ciudadanos, pese a vivir en el territorio y contar con raíces culturales afianzadas por varias vidas.

No recuerdo otro grupo étnico al que un Estado, por ley, le niegue el derecho de ciudadanía. No tienen derecho a registro, a identidad. Tampoco derecho a trabajar legalmente. Para el gobierno de Myanmar son terroristas o migrantes de Bangladesh, aunque no hubieran visto hasta ahora un centímetro de tierra bangladesí.

Bangladesh abrió sus fronteras, pero el viaje de país a país dura días en los que no hay alimento, no hay agua. El trayecto se sobreinternacionaliza con la propuesta turca de financiar la recepción de refugiados musulmanes, extendiendo los matices religiosos fuera de la región. Los testimonios son desgarradores, las imágenes también. De madres que van cargando a sus hijos tras ver cómo le dispararon al padre, a familias enteras caminando por una brecha sinuosa de medio metro de ancho y de la que se van saliendo al caer por agotamiento.

El 25 de agosto un grupo subversivo, llamado Ejército Rohingya de Salvación, perpetró un ataque terrorista sobre una estación de policía. En una respuesta desmedida que recuerda la masacre de Srebrenica en Yugoslavia, pero ahora tratando de mantener un equilibrio entre poderes civiles y militares que aún se mantiene con dificultad, el gobierno de Myanmar ordenó una incursión punitiva contra la comunidad Rohingya de Rakhine. Los reportes de organismos internacionales de derechos humanos avisan de mil muertos, seiscientos treinta más que las cifras oficiales.

Cuando por fin creamos que tenemos las respuestas a todo aquello que nos preguntamos sobre Myanmar no deberemos olvidar algunos elementos. Tres fenómenos que, si bien rondan los temas que tratan los estudiosos en política, en las relaciones de los países, en la violencia, hace falta pensarlos desde lo meramente social y humano. La imposibilidad de los Rohingyas a ser ciudadanos, el fuero que se le da a una Premio Nobel de la Paz y bajo el cual, su labor política —pese al reclamo de otros Nobel— cuenta con el amparo de una legitimidad que no corresponde a la indiferencia o responsabilidad que tiene en la barbarie, y, tan importante como éstas, el entendido internacional de la soberanía. ¿Hasta qué punto de violación de derechos humanos se puede sostener el principio de no intervención? Y hablar de intervención no se debe entender únicamente como acciones bélicas. Los instrumentos internacionales de investigación son ejemplo de ello. Basta voltear a Guatemala y sus múltiples comisiones contra corrupción o enfocadas a las violaciones de derechos humanos. Este mismo dilema, con diferentes condiciones, se tiene que resolver al pensar en Venezuela, Siria y México. Se trata de entender que, bajo el principio de respeto a cada Estado, existe una aspiración a orden internacional que no debe pasar por alto ese respeto, pero tampoco debe permitir la violencia —criminal y sin límites— sobre los individuos que conforman esos mismos Estados.

En condiciones como las de Myanmar, es probable que sea necesario reflexionar sobre la guerra como concepto antropológico, parte de los principios formadores de las sociedades. Idea lejana a la confortabilidad de los sentimientos bonachones. Desde ese principio, podríamos repensar las conferencias de Foucault en las que planteaba a la guerra como un estado constante de definición de los poderes. Asimilando su constancia, sería posible intentar que las acciones de las disciplinas y organismos que tienen capacidad de intervenir en estos casos lleguen a un ejercicio que me atrevo a definir optimista: la estabilización de una selva menos salvaje, pero selva a fin de cuentas.

El primer límite para Myanmar es el reconocimiento de todos sus habitantes en el piso común, jurídico y moral, de lo ciudadano. Llegamos al siglo XXI con esa simple aspiración, el reconocimiento. Desde él se montarán las barreras a la violencia. Aquí, allá, en todos lados. Hasta el fin del mundo.

*Escritor. Ha publicado: Casa DamascoLa carta del verdugoReserva del vacíoClandestinoPensar Medio Oriente y El jardín del honor. Miembro del Consejo Asesor del Seminario Universitario de Culturas del Medio Oriente.

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